Son las tres de la mañana, no consigo conciliar el sueño, doy vueltas en la cama, me encuentro despierto a altas horas, otro día más. Estoy algo cansado y quiero dormir, sin embargo, la cabeza funciona a toda velocidad, planes de futuro, dudas, inquietudes y algún remordimiento. El subconsciente castiga mi sueño.
Hace prácticamente dos meses que llegamos a casa. Dos meses del final de esta gran aventura que nos ha llevado a recorrer el mundo, y que ahora, algún tiempo después parece lejana. Aquí volvemos a estar, en el punto de inicio. Sumergidos de nuevo en nuestra vida de siempre, rodeados de nuestras familias y amigos, en el lugar y en la sociedad donde hemos crecido. Parece que nada ha cambiado, aparentemente somos los mismos que partimos hace un año. Lo dejamos todo persiguiendo un sueño, un anhelo por experimentar, por conocer, por vivir. Pero.… ¿Realmente somos los mismos?
A la primera impresión parece que nada ha cambiado, sin embargo, al observar con algo más de detenimiento, se aprecian diferencias. Cuando partimos, éramos tres amigos, que disfrutábamos de un ambiente de seguridad, cada uno con su puesto de trabajo, en un país que empezaba a sufrir los azotes de la crisis. Hemos llegado y seguimos siendo tres amigos, ahora sin trabajo, de vuelta en un país que está atravesando un momento mucho más severo. Es uno de los peajes que hay que pagar por recorrer este camino. Nos levantamos cada día con la incertidumbre de no saber qué pasará, ni donde acabaremos. Siempre hemos sido conscientes de que este momento llegaría, y de que no sería fácil. Quizás por eso, nos ha molestado en algún momento oír “Qué suerte que tenéis de poder hacer esto… Siempre lo he querido hacer” viniendo de gente que realmente sí lo puede hacer. ¿Suerte? Todo tiene un precio y este es el que aceptamos pagar nosotros. Somos de naturaleza atrevida y optimista, y creemos que en no mucho tiempo, volveremos a estar bien.
En el cuerpo, una vez recuperado el peso perdido por el camino, prácticamente ya no quedan rastros de esta aventura, quizás solo en la mirada, ahora más reflexiva y calmada. El mayor cambio está en la mente, en el alma. No somos conscientes todavía, lentamente estamos digiriendo este gran atracón, pero nuestra forma de ser, de actuar, de entender, probablemente nunca será la misma. Es una de tantas cosas que te aporta viajar, te transforma. Ver gente viviendo en condiciones precarias te hace más humilde, ver gente viviendo en condiciones extraordinarias, menos soberbio. Recibir ayuda te hace más solidario y sentirte amenazado más prudente. Conocer otros modelos te ayuda a analizar y cuestionar los propios y recorrer mundo te sitúa en él.
Y llega el momento de hacer balance, y de sopesar. No tener aún una perspectiva temporal, quizás adultera el análisis, sopesar aspectos tangibles frente a intangibles, probablemente también. La fría realidad tan sólo dice que hace un año teníamos un buen trabajo, una solvencia económica y poca incertidumbre. Hoy, es todo incertidumbre, y parece que volver al nivel de vida que teníamos antes de partir es una utopía. En estos momentos de dudas, alguien te pregunta, “¿Ha valido la pena?”. Cierras los ojos, echas la vista hacia atrás y procuras pensar fríamente la respuesta. Finalmente, esbozas una sonrisa y contestas “¡Sí! Claro que sí”.
Hemos visto el Taj Majal y celebrado Holi en la India, empequeñecido ante las cumbres nevadas del Himalaya, viajado a través de China, sembrado arroz en las terrazas de Sapa y navegado por la la bahía de Halong, hemos limpiado elefantes en Thailandia y alucinado con los templos de Angkor, hemos surcado el Mekong, visto orangutanes en Borneo y soñado despiertos en las aguas de Sipadán. Hemos viajado por Australia, entre canguros y koalas y envidiado su forma de vida, hemos vibrado con el rugby, y saltado al vacio en Nueva Zelanda el lugar más lejano de casa, hemos reído en Chile, y navegado a través de sus fiordos, hemos visto icebergs, ballenas, y cataratas en Argentina y disfrutado de sus gentes y de su comida. Hemos dado un salto atrás en el tiempo en Bolivia, hemos estado en un desierto de sal, en el interior de una mina y descendido una carretera conocida como “De la muerte”. Hemos pasado el fin de año juntos, lejos de casa y hemos sentido la magia y la energía del Machu Pichu, hemos danzado en Carnaval y descansado en las playas de Brasil, tantas y tantas cosas…
Y es que ha sido una vida en un año, llena de ilusiones y alguna decepción, que nos ha hecho reír y llorar, dormir en sitios impensables, pasar frio y calor, subir montañas, navegar mares, bucear en paraísos, perdernos en el desierto, comer como príncipes en la calle, compartir momentos con gente desconocida, sentirnos libres, renunciar a nuestra intimidad, disfrutar y echarnos de menos, viajar en el techo de un autobús, comunicarnos sin idiomas, volver a disfrutar con las cosas más sencillas, despedirnos bruscamente y quizás para siempre de gente con la que congeniamos, pasar miedo y rabia, ver puestas de sol de todos los colores, contemplar vistas que quitan el aliento, cargar con todas las pertenencias a la espalda, improvisar, y ahora, todo parece tan lejano...
Empiezo a volver a la consciencia, doy otra vuelta en la cama, abro lentamente los ojos, y miro el despertador, son las ocho y media. No hay nadie más en la habitación, solo esta grandiosa cama, armarios repletos de ropa, silencio y penumbra.