Nueva Zelanda, un país de postal

Finalmente llegamos a Nueva Zelanda, la tierra de los kiwis. En este país esta palabra dispone de tres significados, una persona de Nueva Zelanda, es decir un neozelandés, la fruta, y por último un extraño y pequeño animal parecido a la fruta con largo pico y patas. Este remoto país está formado por dos islas, una encima de otra, a las que para no complicarse mucho han llamado isla norte e isla sur… Aquí viven 4 millones de personas y  cerca de 50 millones de ovejas. No hay un punto más lejano de casa que estas dos islas. Su situación es tal que si hiciéramos un agujero que atravesara el globo terrestre desde España, cruzando el núcleo, apareceríamos aquí. Son nuestras antípodas.

 

Salimos del avión y caminamos por la pista hacia la terminal. Hace bastante frio, y ya el paisaje desde el pequeño aeropuerto es hermoso. Queenstown, una pequeña localidad al centro-sur de la isla sur está rodeada por grandes montañas blancas. En este pequeño pueblo se concentran en este momento gran cantidad de esquiadores, gente que espera su turno para realizar algún deporte extremo y aficionados de rugby que esperan el próximo partido de su equipo. El ambiente es tranquilo y relajado. No esperamos mucho, y alquilamos un coche para llegar al sur de la isla, a Invercagill, donde Argentina juega el sábado contra Rumania. Acabamos de cruzar nuestro ecuador, ya llevamos 6 meses de viaje, y esto hay que celebrarlo. Estamos enganchados al mundial de rugby, nos hemos alineado con Argentina y vamos a celebrar el paso del ecuador apoyando a “Los Pumas” en el estadio. Al día siguiente del partido, saldremos hacia Keppler y Milford Sound, dos de los trekkings más famosos del lugar. De camino a recoger el coche, en un calentón mañanero, reservamos y pagamos un salto en uno de los bungees más altos del planeta. Solo de pensarlo se revuelven las tripas y empiezan a sudar las manos. 

 

Dejamos Queenstown y empezamos a bajar hacia el sur. La seña de identidad de este país es la naturaleza. Los kiwis, son extremadamente respetuosos con su medio, y los parajes son increíbles. Tapices verdes de hierba, salpicados por gran cantidad de ovejas blancas que pastan a sus anchas, cordilleras azules en su base, que se vuelven blancas a medida que ganan altura, un cielo azul radiante y limpio y lagos de agua cristalina que reflejan y doblan la belleza del lugar. Hace frio y nos hemos hecho con unos gorritos para que no se nos enfríen las ideas. Miremos hacia donde miremos solo vemos naturaleza salvaje sin apenas ningún tipo de construcción. Llegamos al hostal después de conducir tranquilamente por estrechas carreteras que cruzan estos paisajes. En el hostal, conocemos a dos argentinos que han llegado el día antes para alentar a su selección, Germán y Mateo, al que en el futuro llamaremos “Pequeño”. Conectamos rápido, charlamos mientras preparamos la cena y salimos a dar una vuelta, corta. Mañana será un día intenso y largo. Lo que pasa en este día, merece un capítulo aparte, El episodio de los pumas y las chaquetas.

  

Dejamos Invercagill y partimos hacia Te Anau, viene Germán, con el que hemos hecho buenas migas y que viajará con nosotros hasta el regreso a Queenstown. Allí intentamos hacer el Keppler Trek, uno de los mejores del mundo. La época para visitar este país no es la óptima, apenas está empezando el deshielo, y la ruta está cortada por la nieve. De las cuatro etapas del trekking, tan sólo se puede realizar la primera, la que llega a un refugio cerca del punto más alto y a partir del cual no se puede continuar. Aligeramos las mochilas, nos hacemos con algo de comida, y empezamos a caminar. El camino empieza en unos bosques muy verdes y frondosos, llenos de helechos, y termina cuatro horas después sobre la nieve. Llegamos al refugio, que resiste entre las grandes masas de nieve. Las vistas quitan la respiración. El frio que hace, también. No hay nada ni nadie, está completamente vacío. Tan solo unas mesas, unos bancos de madera, un montón de colchonetas y una pequeña chimenea, muy pequeña para el frio que hace y las dimensiones de la sala. Encontramos un hacha y viendo la que nos viene encima, salimos a cortar leña. Encontramos un tronco caído, y a turnos, lo hacemos trozos. A las seis y media, cuando se va el sol, ya no hay nada que hacer. No hay luz ni electricidad. Hemos cenado, un bocadillo de atún, hemos encendido el fuego y nos hemos montado las “camas” rodeando la pequeña  chimenea. Una suerte llegar antes que el grupo de franceses que se colocan en la otra parte de la sala. En estos momentos ya tenemos frío, y eso que la chimenea está en sus momentos de máximo esplendor. Bueno, tenemos frío todos menos Germán, que lleva un saco de dormir en condiciones “El otro día acampé al raso y me tuve que quitar ropa” nos dice... Nosotros con nuestros sacos de primavera, nos ponemos toda la ropa que tenemos y a aguantar… La oscuridad hace caer rendidos a algunos, a los que tienen más facilidad, y empieza la orquesta de ronquidos. Nos despertamos continuamente, estamos durmiendo sobre bancos de madera, la chimenea ya se ha apagado, y hace frío. Iñaki mira el reloj, pensando que con lo que llevamos, el sol tiene que estar a punto de salir, y se le cae el alma al suelo cuando ve la hora, son las doce y medía! Al salir los primeros rayos de sol, nos levantamos muertos de frio y empezamos el retorno rápidamente buscando el calor, montaña abajo. Dejamos Te Anau y seguimos nuestro camino hacia Milford Sound. Ya nos avisan que el trekking también está cortado. Sin embargo, las vistas a través de la carretera valen la pena. Un día más tarde volvemos a poner rumbo a Queenstown. Mañana nos espera el gran salto.

 

 

Nos levantamos por la mañana nerviosos, muy nerviosos. Cada uno lo lleva como puede, alguna broma, alguno ríe, otro no. Al llegar al local, punto de encuentro y recogida, vemos en las teles los videos promocionales y… está muy alto! Practicamos el pasito que habrá que dar en la acera. Esa es la gran diferencia, eso es lo que nos da vueltas y vueltas en la cabeza, ese pasito que te lleva a caer. Tanto Iñaki como yo nos hemos tirado en paracaídas. Y la gran diferencia es que en paracaídas, dudes o no, el monitor que llevas enganchado a la espalda es quién salta al vacio, aquí eres tú. Nos recoge  un pequeño bus, vamos un grupo de doce personas. Cada uno pensando en lo suyo, mucha vista al infinito y risas nerviosas. Cuando llegamos al lugar, y vemos la cabina de donde se realizan los saltos colgada en el cañón, y vemos saltar al primero, nos damos cuenta de lo alto que está, de lo pequeña que se ve la silueta de la persona respecto a la caída y al cañón. No nos damos cuenta y ya estamos entrando en la cabina. Nos enganchan los arneses a una línea de vida, suena música fuerte, no es cualquier tipo de música, motiva. Mientras nos preparan, vemos saltar al primero y al verlo desaparecer un escalofrió nos recorre la espalda. A momentos estamos medio escondidos, intentando pasar desapercibidos, hasta que un miembro del staff te señala con el dedo. Se acaban las risas, se acelera muchísimo el corazón. Te sienta en una silla, que parece la silla eléctrica y te coloca el equipo. Cuando han subido al anterior, te pide que te pongas en pie y que te vayas a la pequeña baldosa que sale de la cabina. Las manos sudan, la barriga centrifuga y el corazón bombea a toda velocidad. A pasitos pequeños, pues los pies van enganchados juntos y a ellos la cuerda, te colocas, casi contra tu voluntad en la baldosa maldita. Notas como todos tus instintos te envían señales de peligro, y tu cabeza intenta gobernarlos. Miras hacia abajo y da vértigo, 134 metros de caída libre. El pequeño riachuelo que corre por el cañón se ve muy pequeño. Decides no mirar más para abajo. Todo va muy rápido, la cabeza empieza a dudar y te pide dar vuelta atrás, te sientes en peligro, amenazado, estás prácticamente seguro de que no quieres saltar. Justo cuando tu cabeza empieza a dar la orden de volver para atrás, respiras profundamente, es ahora o nunca, miras al horizonte, flexionas un poco las rodillas, abres los brazos y saltas!!!!!  Caes a gran velocidad, estás desorientado, el corazón se encoge y cuesta respirar. Va todo tan rápido que no da tiempo a percibir nada, tan solo sientes el sensación de caída que te estremece. Te acabas de tirar al vacio, tan solo atado por una cuerda a los pies. La sensación es increíble, horroriza pero excita. El suelo está cada vez más cerca hasta que en un momento cambia el sentido del movimiento. Gritas muy fuerte! Al fin sale todo lo que llevas dentro, angustia, emoción, excitación, sale todo en un grito. Después una sensación de éxtasis difícilmente explicable. Al tercer rebote, flexionas un poco el cuerpo y estiras de una cinta que llevas cerca de la rodilla que permite subir a la cabina colgado por la cintura. Esa es la regla general, pero Iñaki, en un momento tan importante, decide hacer un homenaje a nuestra tierra, no tira de la cinta, y lo vemos aparecer en la cabina, colgado boca abajo como una sobrasada. Acabamos muy contentos! Sin duda uno de los highlights del viaje.

A partir de aquí, seguimos nuestro periplo por tierras kiwis, disfrutando del paisaje. Por unos problemas logísticos nos quedamos atrapados en Christchurch, ciudad que fue sacudida por el terremoto y que ahora, con todo su centro derruido es una ciudad fantasma. Durante una noche, nos despierta un pequeño terremoto. Nos ha fallado la “recolocación” de coches y estamos ahora en un lugar alejado de los que nos habíamos propuesto visitar. Llegar vale mucho dinero. Después de darle vueltas, decidimos adelantar nuestra llegada a Sudamérica. Volar a Auckland y cambiar de continente tan pronto como sea posible. Por circunstancias pasamos una noche durmiendo en el aeropuerto, en una modalidad extrema de “Couchsurfing” conocida como “Homelessing”. Nueva Zelanda nos ha gustado, pero quizás no hemos tenido mucha suerte con la época del año. Es un país precioso, pero después de seis meses ya tenemos muchas ganas de dejar de hablar en inglés. Ganas de volar a Sudamérica, de eliminar la barrera del idioma, de acercarnos a la gente, de recibir más visitas. Allá vamos Chile! EMPEZAMOS A VOLVER!